Mi primer Día de la Madre
Por: Marcela Ortiz
Todo el mundo lo dice: Es momento de reflexión, de cambio, de freno. Recomiendan meditar, coser, tal vez aprender otro idioma, hacer ejercicio, llamar a los amigos que uno nunca ve por Zoom, conocer al vecino, cogerle gusto a la cocina… O sea, reinventarse. La palabra del año, reinventarse.
En mi caso me reinventé, pero no por las rutinas de ejercicio de la influencer de moda ni por un negocio de tamalitos. Me reinventé porque de mí, salió alguien más; Tuve un hijo en la cuna de una pandemia. Aunque hoy esto suene normal, tal vez en veinte años no. Todos tendremos una historia por contar de este momento, y convertirse en mamá, será la mía.
Un buen día de diciembre, después de romper fuente cinco horas antes de una cesárea programada (extraña casualidad), nació Simón. Pocas semanas después, apareció un virus. Este se volvió tangible, brotó de epidemia a pandemia y llegó de “por allá al otro lado del mundo” a la puerta de la casa.
Entre tanto, Simón abrió los ojos y descubrió el micro planeta tierra – su casa –, en donde lo externo es Marte, y sus habitantes, si es que los hay, marcianos. Así, entre una cuarentena y otra, con el paso de los días - que en su lenguaje es la vida entera - habita en un universo en donde el tiempo corre sin afán, en donde sus papás le pueden dedicar cada hora y cada día de la semana y en donde el silencio de las calles se ve interrumpido por el canto de pájaros que nunca habían venido – o que tal vez nunca percibimos –.
Para él, no existen otros niños, animales ni flores, y si nos ponemos nostálgicos, no ha sentido la lluvia caer sobre su frente (puede sonar melodramático porque un bebé bajo la lluvia Bogotana es inusual). No ha tocado el pasto, o el tronco de un árbol, pero por el momento, no parecen hacerle falta. No se puede extrañar lo que no se conoce.
Así vive Simón sus primeros meses de vida, y es que nacer durante una pandemia es algo que tal vez no recordará, pero que yo nunca olvidaré.